De niño soñaba con viajar a París. No sé cuáles razones me llevaron a pensar que esa ciudad tenía todo que ver conmigo, cuando para ir por primera vez de Barranquilla a Santa Marta había tenido que rogar y lloriquear un día con su noche entera y parte de la madrugada siguiente.
A los 21 años empecé a aprender francés con la idea de perseguir aquel sueño infantil. Ayudó bastante haber conocido en el aeropuerto de Cartagena a quien sería mi amor platónico. “Casualmente”, vivía en París. Recibir postales románticas provenientes de aquella ciudad y firmadas por el objeto de mi afecto me llevaban directo a la gloria.
Después de la inevitable decepción amorosa en un diciembre aciago con el corazón hecho pedazos me olvidé de la ciudad luz. Aunque sólo de momento, porque otro amor, con anhelos frustrados de cantante, gustaba de interpretar al piano “I love Paris”, a dueto con Ella Fitzgerald.
Muchos años más tarde, mi sobrina se mudó a París y periódicamente se encargaba de recordarme el sueño por cumplir. La respuesta siempre fue: el próximo año, mi amor. Pero ese año nunca llegaba…
Finalmente, planeando otro viaje soñado y casi sin pretenderlo, llegué a París. Anduve por trenes, barcos y calles absorbiendo todo cuanto me salía al paso. Gente de mil nacionalidades distintas llenaban el verano de la ciudad. Tuve un par de magníficas guías, aquella sobrina cantaletosa de la que ya había hablado y su hermana más distraída, formaron la combinación perfecta que me permitió descubrir los clichés parisinos por mi mismo y también descubrir esos detalles desconocidos que suelen ir de la mano con la cotidianeidad.
París es todo lo que esperaba. Un lugar maravilloso que bien vale la pena descubrir una y otra vez. Ahora yo también puedo cantar con Doña Ella, pero estoy seguro de querer terminar la estrofa: I love Paris every moment, every moment of the year…
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