Tras los hechos ocurridos el pasado 14 de abril en el municipio de Buenos Aires (Cauca) donde un total de 11 militares perdieron la vida a manos de integrantes de las FARC, se ha generado un evidente gesto de indignación que se ha extendido por todo el país; pero a la par con la indignación se ha alimentado otro fenómeno que empieza a tomar forma, luego de pasearse como un fantasma por todos los niveles de la sociedad: la polarización.
Y es que luego de que el país se entera a través de los medios de comunicación y las redes sociales de los macabros detalles de la masacre ocurrida en el polideportivo de la vereda La Esperanza, se empezaron a notar claramente dos opiniones radicalmente diferentes: la primera, que apuesta por la reanudación de las hostilidades en contra del grupo guerrillero y el fin del llamado «proceso de paz», y la segunda que apuesta por la continuidad de los diálogos en La Habana.
La simplificación de los 140 caracteres, ha convertido la complejidad de estas dos posiciones, en un ingenuo constructo sintáctico que expresa que la opinión pública en Colombia se divide «entre los que quieren la guerra y los que quieren la paz». Nada más absurdo.
Estoy muy lejos de creer que aquellos que, como yo, están en desacuerdo con el artefacto de negociación creado entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, quieran en efecto que el país siga sangrando por causa de una guerra. Ni más faltaba. De hecho, creo firmemente que si hay algo que tenemos en común casi el 100% de los colombianos, es que estamos cansados, hartos, aburridos de la guerra. ¿Entonces?
El problema es que el constructo, proveniente de las campañas publicitarias del gobierno en turno, de que estamos divididos «entre los que quieren la guerra y los que quieren la paz», es además de engañoso y amañado, completamente falso. Los colombianos no estamos divididos entre los que quieren la guerra y los que quieren la paz, los colombianos estamos divididos entre los que creen en las intenciones de paz de la guerrilla y aquellos que aún no se terminan de tragar ese cuento.
Aquellos que creen en las intenciones de paz de las FARC, en parte hastiados por las hostilidades de cinco décadas, en parte condicionados por los miles de millones de pesos en publicidad invertidos desde la Casa de Nariño y el Palacio de Liévano, sostienen que vivimos en un conflicto, es decir, que la guerrilla tiene el derecho a pasarse la ley por la faja (como cierto alcalde que no quiero mencionar) cometiendo toda clase de crímenes, por que el contexto histórico y político («Soy de izquierda, no tengo garantías, nadie me quiere, todos me odian, buaaa, buaaa, buaaa«) los ha orillado a radicalizarse. Entonces el asunto pasa por llegar a unos acuerdos para que se le den las garantías para expresar su pensamiento político y que no les caiga todo el peso de la ley por sus crímenes.
Pero si bien, en sus inicios, la guerrilla sí encajaba con el contexto antes mencionado, a partir de los años ochenta, la guerrilla pasó por un proceso de mutación, que ha dejado muy poco de esos ideales. A partir de esa época, con el fin de conseguir recursos para garantizar la estabilidad financiera de su estructura, decidieron acudir a dos modalidades criminales non-sanctas: el secuestro y el narcotráfico. Pero, aunque el secuestro extorsivo, probó ser una excelente fuente de dineros y de presión política (Ingrid Betancourt), ha sido en el narcotráfico donde se ganaron la lotería luego de la caída de los carteles de Cali y Medellín, con unos ingresos que harían llorar de la rabia a Carlos Ardila Lule.
Desde entonces, las FARC han utilizado la carta de la paz, para fortalecer sus negocios. En los diálogos del Caguán, crearon una zona de producción sin restricciones legales, que se alimentaba de una zona aún más grande en su zona de influencia. Estamos hablando de los departamentos del sur del país. Las FARC no sólo producían toneladas de droga, sino que construyeron una numerosa y eficiente red de rutas y corredores de comercialización, uno de ellos por el Caribe, a través de la Venezuela chavista y otra, a través del pacífico, a través del departamento del Cauca y el Valle del Cauca.
Rutas del narcotráfico de la guerrilla de las FARC.
A diferencia de la ruta del Caribe, intensamente patrullada por autoridades estadounidenses y europeas (Puerto Rico, y las antillas holandesas están en la zona), la ruta del pacífico los conecta directamente con los carteles mexicanos. Pero fue esa ruta la que se cortó entre 2002 y 2010. Esa es la razón de la insistencia en el despeje de Pradera y Florida, y luego, en este gobierno, en el cese bilateral del fuego. La guerrilla quiere poder transportar la droga por estos corredores, que conocen muy bien, sin que una columna de la fuerzas militares, o un grupo de naves de la fuerza aérea los localice y destruya la mercancía.
Hace rato, que la lucha de las FARC no es por el pueblo, y eso se nota no sólo en el hecho de que no han impactado positivamente las comunidades donde se asientan, sino en que su estructura militar se ha centrado en la protección de sus cultivos de droga, y en sus corredores, sin menciona su red de extorsión. Es por eso que atacan al ejército en ciertas zonas, mientras que están completamente ausentes de otras.
Las FARC no quieren la paz, sólo quieren garantizar que el negocio continúe y para eso siempre podrán jugar la carta de la paz. De no ser así, se hubiesen acogido a la paz de Barco, que les garantizaba indulto universal y partido político… O a la de Pastrana, que les garantizaba participación política, indulto y encima compensación. Pero los jefes nunca lo harán. El negocio es demasiado lucrativo. Y por eso cometen esas monstruosas masacres, como señal de advertencia. «El que se meta con mi negocio, paga». Un grupo así no quiere la paz.
O al menos, yo y todos los colombianos que hemos sido acusados falsa y fraudulentamente de querer la guerra, no lo creemos así.
De acuerdo, desde que la paz se volvió comidilla de campaña será más difícil de alcanzar.
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¿Y entonces qué propone para alcanzar la paz que no sea el diálogo?
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