Quisiera empezar esta publicación diciendo que voy a ser objetivo, imparcial y ecuánime, que sin importar mis traumas, mis virtudes, mis defectos, mis fortalezas y mis prejuicios, voy a dar una opinión imparcial sobre la más reciente película de Pixar llamada Coco. Pero luego de meditar varias horas sobre el asunto, he llegado a la conclusión que me resulta imposible hacerlo.
Frecuentemente en este blog he criticado la cualidad manipuladora y mojigata que tienen las películas de Disney, incluyendo las de sus subsidiaria Pixar, pero solo hasta este momento puedo comprender con claridad que para realizar ese tipo de manipulaciones emocionales y tener esa característica puritana, se requiere de muchísimo más que de una decisión desinformada de unos escritores en una mesa. Se requiere entender.
Y es que resulta prácticamente imposible, como latinoamericano, no sentirse identificado con esta película. Una identificación de tal magnitud que es capaz de revolver las emociones y empujar a las lágrimas a cualquiera que tenga el corazón un poco menos duro que una piedra.
Coco cuenta la historia de Miguel (Luis Ángel Gómez-Jaramillo), un niño de un típico pueblo mexicano, obsesionado con la música, a pesar de la férrea oposición de la familia debido a un serio incidente familiar. Como millones en América Latina, Miguel vive con su familia, en el sentido más amplio de la palabra: sus padres, sus tíos, su abuela y su bisabuela Coco, que por cuenta de su avanzada edad, apenas logra recordar algunos episodios de su niñez, mientras madura su ocaso sentada en una mecedora.
Justo para el Día de los Muertos, que en México es una festividad importantísima, Miguel decide rebelarse contra la prohibición de su familia y luego de transgredir algunas de esas tradiciones ancestrales, termina en el mundo de los muertos, donde en compañía de Héctor (Gael García Bernal), un pobre músico casi olvidado en la muerte y de su perro Dante, deberá aprender no sólo las verdaderas razones por el odio que su familia siente por la música, sino la importancia que tiene el recordar a los seres queridos, aunque ya hayan partido.
Hay que reconocer que al menos en el primer acto, la película empieza un poco floja. El director Lee Unkrich se toma bastante tiempo en consolidar a sus personajes, sus motivaciones y el universo donde se mueve. En este sentido es casi como la primera película de Rocky, donde el personaje principal toma la decisión fundamental bien entrado en el metraje. ¿Había una manera mejor de hacerla? Probablemente no, ya que el clímax final depende esencialmente de que el espectador entienda perfectamente qué es lo que sucede. Aunque esto les cueste un poco de paciencia al inicio.
La dirección y la animación, eso sí, son IMPECABLES. Esta es, quizás, a este momento antes de que estrenen Los Increíbles en 2018, la película con mejor animación de la historia del cine, dejando en vergüenza intentos del cine latinoamericano como Condorito. ¿La música? Michael Giacchino demuestra que es el compositor, a la par con Hans Zimmer, que mejor entiende las emociones humanas y como amplificarlas. Así mismo, la selección de canciones es, en una sola palabra, exquisita.
Pero lo más poderoso de esta película es su premisa. En América Latina estamos cambiando muy lentamente de hábitos. Ya se ven cada vez más distantes aquellas casas enormes, llenas de gente, de niños, de ancianos, de árboles frutales, que a pesar de todo, se constituían en un pequeño universo, donde a pesar de los problemas económicos, había calidez y felicidad. Avanzamos a una sociedad menos familiar, donde cada quien decide ir por su lado, armar su vida aparte, sin interferencias, alcanzar sus sueños de manera independiente. Progresar, porque queda en el ambiente la idea de que la familia es un lastre.
Esta película lidia con esa idea, Miguel quiere cumplir su sueño, pero su familia no lo permite, y sin embargo el bálsamo que cura el conflicto son los recuerdos. Podemos progresar, avanzar, dar pasos y saltos adelante, pero siempre reconociendo y sabiendo exactamente de dónde provenimos. No con la idea de regresar a ese punto anterior, sino de aprender de los errores cometidos en esa etapa, y guardar el recuerdo con nostalgia y no con dolor ni resentimiento.