Por: @Mr_Brownie
Viajar a Cuba es algo que todo ser humano debería hacer al menos una vez en la vida. La diferencia entre este país y los demás empieza a sentirse en cuanto subes a un avión repleto de gente saludándose felices unos a otros. La emoción de los que regresan a su isla se contagia al punto de hacer inevitable seguir el hilo de las conversaciones, pudiendo hasta participar en ellas como si conocieras a toda esa gente de tiempo atrás. No es de extrañar que el aterrizaje del avión esté acompañado por aplausos, gritos y silbidos. Ya en el aeropuerto la funcionaria de inmigración al ver mi pasaporte exclama sonriente: ¡Colombia! Me encanta su café. Si hubiera sabido que te gustaba tanto habría traído para ti, le respondí feliz.
Las reservas hoteleras tuvieron todas las complicaciones posibles y como la noche avanzaba, la única opción fue alquilar una habitación en una casa familiar en pleno centro de La Habana. El recorrido desde el aeropuerto fue bastante desolador, calles oscuras y rotas en las que la basura y ruina de la ciudad destacaban mientras en mi cabeza tomaba más fuerza el pensamiento: Dios mío, ¿En qué me metí?
Se trataba de una enorme y vieja casa en donde el tiempo parecía haberse detenido en los años 80. Su dueña era una desparpajada mujer que se resistía a dejar atrás lo que parecían haber sido cinco décadas muy bien vividas. Abogada de profesión, ex fiscal del gobierno cubano y portadora de una sonrisa casi permanente. Se autoproclamó “tía Mayra” desde el primer momento y fue pieza clave en el recorrido por la isla gracias a una infinidad de consejos y recomendaciones, no todos ellos útiles, especialmente aquel de hacernos pasar por santiagueros para evitar el abuso con los precios.
Cuba no es como Colombia, aquí pueden caminar tranquilos a cualquier hora y nadie los va asaltar. Dijo la “tía Mayra” despejando así las dudas acerca del recorrido nocturno por el malecón. A partir de ese momento el viaje fue una cadena de goce continuo protagonizado unas veces por la deliciosa comida, otras por la maravillosa arquitectura o la sabrosura de la gente. Es por ello que dejar de aventurarse en la gastronomía local, recorrer las calles de la Habana vieja sin una cámara al cuello y evitar integrarse con la población local debería considerarse un delito mayor.
En la isla todo es histórico y evocador, hasta el abandono que convierte en jardines de musgo y maleza a las que fueran magníficas edificaciones en décadas pasadas. Pero la nota más alta la imponen el temple y la persistencia de los cubanos que luchan a diario por hacerse la vida en un medio más romántico para los turistas que para ellos mismos y que, a pesar de ello, nunca pierden su buena cara y espontaneidad. Aunque La Habana sea una ciudad llena de personajes míticos y rincones mágicos, bien vale la pena dedicarle tiempo a recorrer el resto de provincias del país. Hágalo a bordo de un viejo y enorme “almendrón” o en bicicleta, como sugirió recientemente un joven soñador. Así logra impregnarse de la esencia de la vida en la isla. Cada viajero organizará la estadía de acuerdo con su interés particular, pero sin importar lo que usted elija, coma y beba en abundancia, que en Cuba es menester hacerlo.
Quienes tienen espíritu de coleccionistas encontrarán en la isla el lugar perfecto para atesorar maravillosos recuerdos del viaje. Sin embargo, evite los souvenirs, a menos que sea estrictamente necesario o que se trate de una caja de inigualables puros para disfrutar solo, en compañía de los amigos o sorprender a alguien más.